miércoles, 13 de julio de 2011

OLIVIER DEBROISE 1952-2008

por Antonio Saborit

La comprensión y el conocimiento acerca del arte plástico mexicano del siglo XX serían más escasos sin la pasión que Olivier Debroise dedicó a su investigación y difusión. La muerte, más temprana de lo habitual e impertinente, lo sorprendió el pasado 6 de mayo. Su colega y amigo, Antonio Saborit, recrea en estas líneas la prolífica biografía intelectual de Debroise.

Nos encontramos en Gayosso Sullivan, a unas cuantas cuadras de su domicilio en Altamirano 45, el 20 de marzo de 2007 en que murió José Luis Martínez, el editor de su primer libro mexicano, Diego de Montparnasse, y padre de mi compañero de trabajo, Rodrigo Martínez Baracs.

Pero la última vez que nos vimos, por cercana que permanezca en mi memoria, en realidad ocurrió a finales de octubre: conversamos de vidas y libros ajenos con Masha Salazkina, quien nos volvió a instar a que de una vez por todas dejáramos lo que estábamos haciendo para ponernos a trabajar en el manuscrito sobre Eisenstein en México. Él llevaba ya varios meses secuestrado por las obras del futuro Museo Universitario de Arte Contemporáneo y yo salía en 48 horas a hacer archivo en Sevilla y a dar una conferencia en Granada. Entre enero y marzo vivió en Los Ángeles como académico invitado del instituto de investigación del Getty. En esos tres meses, mientras se les iba la vida a dos buenos amigos míos, Pablo Galindo Gout, ingeniero, y Víctor Ruiz Naufal, historiador, me aferré a mi mesa de trabajo y terminé el borrador de mi tesis doctoral, llegué al fin a la última curva en el guión museográfico de Marius de Zayas y estuve de entrada por salida en la Universidad de Chicago. Pablo murió el martes 18 de marzo, Víctor el domingo 4 de mayo, y la noche del martes siguiente, al regreso de un viaje a San Diego que le adelantaba una nueva carga de trabajo, mi amigo Olivier.

Fatiga crónica, dijo el médico para explicar la causa del infarto masivo que acabó con él. Tal diagnóstico lo habría hecho alzar las cejas y torcer la boca como reaccionaba al escuchar una obviedad. Por lo general sólo hablábamos de nuevos proyectos, libros, archivos, colecciones, bibliotecas, pues en el trabajo tal vez también se encuentre una de las formas que se nos han dado de la felicidad.

Olivier Debroise nació en Jerusalén en 1952, hijo de un funcionario del servicio exterior francés, y antes de instalarse en México y hacer de las vidas y las obras de sus más destacados artistas la razón de su propia existencia y el eje de su escritura, vivió en Polonia, Brasil, Marruecos y Costa Rica.
José Joaquín Blanco lo llevó a las páginas negras de la revista Siempre!, el suplemento La Cultura en México, en donde Debroise colaboró regularmente entre 1979 y 1986. Sus primeras notas versaron sobre María Izquierdo, Saturnino Herrán y una exposición que en la primavera del 79 mostró algo de Lola Álvarez Bravo en la Alianza Francesa de Polanco. Ese mismo año también escribió sobre la vida y la obra de Agustín Lazo, Ángel Zárraga, Jesús Reyes Ferreira, Alberto Gironella, Olga Costa, Juan O’Gorman, Abraham Ángel y José Clemente Orozco. En la primavera de 1980 empezó a circular Diego de Montparnasse, así diga 1979 el pie de imprenta del Fondo de Cultura Económica, y en el mismo suplemento lo reseñé entusiasmado por dos temas que en ese momento no supe cómo mencionar: la calidad narrativa del ensayo biográfico y el respaldo documental de su desafiante postulado. Diego de Montparnasse se nutrió de la riqueza de la correspondencia privada de Alfonso Reyes, la empleó con inteligencia y creatividad, y en cierto modo la puso al descubierto. Olivier no volvió a escribir sobre este tema sino en un ensayo titulado “Diego Rivera, los años europeos”, publicado en el mismo suplemento a finales de 1984.

Debroise aprovechó el espacio de La Cultura en México para circular sus primeros ensayos sobre la historia de la fotografía en México; ofrecer la crónica de exposiciones de interés particular, como la que a principios de 1980 dedicó a la de fresquistas toscanos del Renacimiento en el Museo de Arte Moderno, o la que a finales de 1985 escribió sobre la que se montó en el Palacio de Bellas Artes con “La otra cara de la escuela mexicana”. Ahí también hizo públicas algunas de las entrevistas con las que documentaba sus estudios, como las que realizó con Alice Rahon, Gabriel Fernández Ledesma y Juan Soriano; reseñó libros y películas; y practicó la crítica de arte en las obras de Francisco Toledo, Alejandro Colunga, Antonio Peláez, Juan Pablo Braham, Rufino Tamayo, Gérard Frommanger y Rogelio Cuéllar. Aunque este suplemento fue también la primera casa para los perfiles de artistas como Antonio M. Ruiz, Adolfo Best Maugard, Manuel Rodríguez Lozano, Germán Cueto, Julio Castellanos —material que Debroise integró con gran tino en uno de sus libros más acabados y oportunos, Figuras en el trópico. Plástica mexicana, 1920-1940 (Océano, 1983).
 
Lola Álvarez Bravo, recuento fotográfico —homenaje en forma de libro que emprendieron el mismo Blanco, Debroise, Manuel Fernández Perera y Luis Zapata— fue uno de los últimos títulos que la Editorial Penélope sacó en el aciago año de 1982. A los 30 años, sin otro título que la maestría desplegada en las páginas de Diego de Montparnasse y Figuras en el trópico, sin más reconocimiento que el que le conferían los mismos artistas al abrirle las puertas del taller y el recuerdo, Debroise ya era una especie de archivo del arte mexicano de la primera mitad del siglo XX. Y en el México de los novecientos ochenta alguien con su perfil y trayectoria no tenía un lugar profesional —o estaba obligado a ganarse la vida en alguna actividad que financiara sus investigaciones, o bien a transformar los resultados de sus pesquisas en ensayos y artículos para suplementos, revistas y diarios— pues por un lado la crisis de aquella década contrajo el número de nuevas plazas en el sector educativo, y por otro un especialista sin documentos era visto generalmente como una muy descarada provocación pequeñoburguesa a los reglamentos de contratación que salvaguardaban las organizaciones sindicales de académicos y universitarios. Así no sólo completó el manuscrito de su primera novela, En todas partes, ninguna (Océano, 1984), en el año de 1986 aparecieron tres títulos más: el que le encomendó el Fondo Editorial de la Plástica Mexicana, Diego Rivera, pintura de caballete y dibujos (SEP), el que realizó para el Fondo de Cultura Económica junto con Alba Rojo, Rivera. Iconografía personal, y el catálogo de la exposición individual de Oliverio Hinojosa, cuyo estudio introductorio se le solicitó a Debroise. En 1987 escribió la presentación para el libro Arturo Rivera, el rastro del dolor (SEP) y creo que en 1988 participó en la exposición que el hoy extinto Centro Cultural/Arte Contemporáneo dedicó a María Izquierdo. Debroise cerró la década con dos títulos más, Sobre la superficie bruñida de un espejo. Fotógrafos del siglo XIX, escrito a cuatro manos por Rosa Casanova y él para el Fondo de Cultura Económica, y Lo peor sucede al atardecer, la novela que en 1990 le publicó Cal y arena.

En los ensayos de corte histórico, Debroise se interesó en llegar a los primeros sentidos de las obras, es decir, al sentido que tuvieron en la imaginación de sus creadores y al que adquirieron en la vida de sus contemporáneos. Para semejante reconstrucción se valió desde luego del trabajo en hemerotecas, bibliotecas y archivos, muchos de ellos particulares, pero asimismo recurrió al trato con infinidad de galeristas, estudiosos, familiares, coleccionistas, museógrafos. Pero así como tuvo ojos para las tentativas de Best Maugard, Castellanos e Izquierdo las tuvo para el arte de Gerardo Suter, Javier de la Garza y Silvia Gruner. De manera que al mirar a los artistas contemporáneos con la herramienta de la crítica de arte (“esa rara forma de prosa”, como alguna vez se refirió a ella) Debroise entendió que su responsabilidad radicaba en participar en la construcción de los sentidos —uno más entre los primeros que forman las voces contemporáneas— de las actuales producciones artísticas.

Tal conjunción apenas ayuda a explicar la vecindad tan contrastante en la que conviven pasado y presente en las tareas diarias de Debroise. El arte sobre las paredes de su casa, siempre en constante movimiento, despedía el olor de la pintura fresca, mientras que sus libreros todo el tiempo se enriquecían con los títulos más raros de los novecientos diez, veinte y treinta. Iba y venia del corazón de la historia a los asuntos de nuestros contemporáneos, como se ve al poner en un solo eje su trabajo en exposiciones como El corazón sangrante —cuya curaduría compartió en 1991 con Elisabeth Sussman y Matthew Teitelbaum en The Institute of Contemporary Art, Seattle, Washington—, el ensayo que entregó para el libro dedicado a Alberto Castro Leñero (Fomento Cultural Casa de Bolsa México, 1991), el perfil biográfico sobre Alfonso Michel, el desconocido (CNCA/Era, 1992), la reflexión que dejó en el catálogo de la muestra que coordinó Valerie J. Fletcher en el Hirshhorn Museum and Sculpture Garden: Intercambios del modernismo. Cuatro precursores latinoamericanos: Diego Rivera, Joaquín Torres-García, Wifredo Lam, Matta (Smithsonian Institution Press, 1992), más todo lo que aportó a las exposiciones y catálogos que Fundación Cultural Televisa dedicó en 1992 a La colección de pintura mexicana de Jacques y Natasha Gelman y Lola Álvarez Bravo. Fotografías selectas 1934-1985.

“Un libro es una máquina de pensar”, escribió el crítico literario I. A. Richards, “pero que no necesita usurpar las funciones ni del fuelle ni de la locomoción”. La frase la usé en 1994 para comentar Fuga mexicana. Un recorrido por la fotografía en México (CNCA) pues me pareció que éste cumplía con esa cualidad de manera justa. Tal vez Debroise quiso que sus escritos funcionaran como máquinas de pensar al llamar Curare al espacio crítico dedicado a las artes que él y un puñado más de colegas echaron a andar en 1994, y sugerir así como requisito primordial de la puesta en sala y de la crítica la parálisis de los sentidos obtenida con tan letal veneno.

Ese mismo año participó en cuatro exposiciones más: Jesús Guerrero Galván (1910-1973). De personas y personajes (MAM), Carla Rippey. El uso de la memoria (Museo de Monterrey), Lola Álvarez Bravo. In Her Own Light (Center for Creative Photography, University of Arizona); y al año siguiente trabajó en la muestra binacional InSITE 94 (San Diego, Installation Gallery).

En tiempos recientes la confianza y el respeto de Graciela de la Torre como directora del Museo Nacional de Arte y como titular de la Dirección General de Artes Visuales de la UNAM fueron importantes en el desarrollo profesional de Debroise. En el museo, en colaboración con James Oles, realizó la curaduría de David Alfaro Siqueiros. Retrato de una década, 1930-1940 (noviembre 1996-febrero 1997), una de las mejores exposiciones y sin duda uno de los catálogos más útiles con el sello del Instituto Nacional de Bellas Artes. De la Torre integró a Debroise a su Consejo Académico y al final de los novecientos noventa lo invitó a trabajar, junto con otros especialistas, en la renovación de los discursos de sus colecciones permanentes. No obstante estas ocupaciones, estuvo presente en la exposición que se estructuró con las pinturas mexicanas en la colección Jacques y Natasha Gelman, la cual deambuló por Argentina, Brasil y Estados Unidos entre 1999 y 2000; trabajó en la traducción al inglés de Fuga mexicana (Mexican suite. A History of Photography in Mexico, University of Texas Press, 2001); escribió el ensayo sobre Luciano Matus (Turner, 2004); y colaboró en el catálogo de la muestra Collecting Latin American Art for the 21st Century (Museum of Fine Arts, Houston, Texas, 2002). En la UNAM, De la Torre confió a Debroise la responsabilidad de las colecciones de arte contemporáneo de la Dirección de Artes Visuales; lo invitó a trabajar, junto con Cuauhtémoc Medina Pilar, García de Germenos y Álvaro Vázquez, en el cuidado de La era de la discrepancia. Arte y cultura visual en México, 1968-1997 (2007), una exposición a la que en cierto modo Debroise le venía tomando el pulso desde el principio de sus colaboraciones en La Cultura en México y el fin de la primera época de Curare (1991-1997); y además lo puso al frente de la coordinación del acervo del nuevo Museo Universitario de Arte Contemporáneo. A la vez, colaboró en exposiciones como Mexican Masters: Rivera, Orozco, and Siqueiros. Selections from the Museo de Arte Carrillo Gil (Oklahoma City Museum of Art, 2005) y Storyboard: Jan Hendrix (Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, 2006), y en libros como The Effects of the Nation. Mexican Art in An Age of Globalization (Temple University Press, 2001), Laura Cohen. Albercas (CNCA, 2005) y Equilibrio dinámico. En busca de un terreno público (UNAM/ Installation Gallery, 2007).

Apartir de David Alfaro Siqueiros. Retrato de una década, 1930-1940, Olivier y yo trabajamos juntos en muy diversas tareas improductivas y estimulantes, casi siempre siguiendo las huellas que dejaron en archivos artísticos, políticos y policiacos en Rusia, Estados Unidos y México ciertos artistas occidentales del siglo XX. Así fue como en 1996, entusiasmado en verdad por Retrato de una década, le hablé por teléfono para felicitarlo y entregarle el interrogatorio al que la policía mexicana sometió a Siqueiros tras el atentado a Pascual Ortiz Rubio, mismo que Olivier incluyó en la revista de Curare. Con este mismo ánimo, Olivier nos permitió a Ma. Teresa Solana, Carlos Aguirre y a mí editar en nuestro Breve Fondo Editorial los poemas, cartas y memorias mexicanas de Blanca Luz Brum, Amor, me hiciste amarga (2002), un material reunido y prologado por el propio Olivier con el beneplácito y la autorización de la nieta de Brum, Cecilia Brunson. Y entre una y otra cosa dedicamos parte de nuestro tiempo libre a recopilar materiales relacionados con la estancia mexicana de Eisenstein, pues en este mismo lapso de tiempo Olivier publicó una tercera novela, Crónica de las destrucciones (Era, 1998), y acabó el manuscrito de una cuarta que aquí tengo conmigo, Traidor, ¿y tú? Memorias de Stefan Leonard Dabrowski. La investigación sobre Eisenstein fue el pretexto para lanzarse a filmar Un banquete en Tetlapayac —una película tan delirante como el episodio histórico que intenta reconstruir, y hoy, a la muerte de su guionista y director, el más afectuoso de los obsequios que Olivier pudo haberle hecho a sus amigos; y la misma investigación fue el principio de un manuscrito que ahora me veo obligado a terminar solo. Mañana, mañana, como dicen que decimos.
 
La última vez que vi a Olivier prometí regresar a su casa en la San Rafael con Stones of Treason, la novela que Peter Watson imaginó a partir de un conocedor de arte que le apasionaba a Olivier, Anthony Blunt, el cuarto de los famosos cinco espías soviéticos de Cambridge. No conocía la novela, pues asociaba como yo el nombre de Watson al historiador cultural de The Modern Mind. Stones of Treason se queda aquí, entre otros libros. A saber las relaciones que Olivier habría establecido con esta novela. 

FUENTE DE CONSULTA: 
SABORIT, Antonio (2008) Olivier Debroise 1952-2008. Revista Nexos No. 372. Diciembre de 2008. Disponible en: http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulov2print&Article=661162



 

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